viernes, 4 de febrero de 2011

Vodka con caramelo [4]



Tras las conversaciones profundas, llegaron los peligros y mis canciones Disney. Y sus risas, y las mías, y las ganas de abrazarla y estrujarla flotando en el ambiente.
A los pies de Paco Cuenca, la lluvia era insoportable y el viento, más. Sus pies iban a morir, la visibilidad era cero y mis lentillas se querían ir volando al Carrefour, así que nos metimos en el portal de un piso a esperar que el temporal nos diera un respiro.
Ella se apoyó en una columna, quedándose casi dormida, y yo me senté en el suelo, quedándoseme el culo helaícoh.
-Qué sueño tengo…
*¡No, Yenai, no te duermas! –le grité, desesperada.
-Tengo mucho sueño…No puedo más…
*¡Yenai, si te duermes morirás! Tienes que aguantar, por favor, tienes que hacerlo. ¡¡No me dejes sola!!
-Déjame ya, pesada, déjame ya…
*¡¡No, mi vida, no!! – dramatizar se me da muy bien.- ¡Yo te amaba, lo juro, y ahora me has dejado sola y abandonada!
-¡Que quiero dormir!
Hice una pausa en mi teatro personal.
*Pues nos tenemos que ir, yo lo siento. Quédate tú si quieres, pero yo me marcho.
Me miró con los ojos como platos y me siguió al echar yo andar con un miedo en el cuerpo que no era normal.


Casi al lado de nuestro destino, observamos por segunda vez la crueldad del ser humano. Sí, esa crueldad aliñada con egoísmo, con salvajada, con ignorancia, con hijoputismo del duro. El abandono, sí. El abandono de unos pobres paraguas que nunca lo harían…
*Tenemos que luchar contra esto, pequeña…
-¿Contra el abandono de paraguas?
*Sí. Esto no puede seguir así…Ellos nunca lo harían; ellos dan todo por nosotros y mira, mira ese…tan solito…No hay perdón.
-Quiero una hamburguesa –me ignoró, en parte al menos.
Pues por ser pobre, se quedó sin comer (y yo, y yo).

Cuando estuvimos en el poblacho, no pudimos evitar gritar “¡hurra!”  y preguntarnos dónde estaba nuestra querida botella. La que nos íbamos bebiendo y que nos terminamos hacía ya media hora, y que habíamos tirado a una papelera…
Bueno, sí. Hicimos otra parada cerca de una gasolinera para pisar hojas, para sincerarnos (“¡ay, cómo te quiero, me lo paso requetepipa contigo, si es que eres de lo mejor, mi gran amiga del alma, te amo y te quiero, no me abandones nunca, mi vida no sería lo mismo sin ti!”, algo similar seguido de risas y abrazos y puede que hasta alguna lagrimilla), para que me entraran ganas de tirar el paraguas lejos de mí.
Bajo ya la escasa tormenta, continuamos andando cogidas de la mano y cantando. Hablando de nosotras, de cosas que no he guardado en la memoria.
A eso de las dos y pico, cuando ambas estábamos más cerca de casa que nunca, mi marujón me mandó un mensaje al móvil y se cargó todo el romanticismo: “Tú, asquerosa, que me voy a dormir ya, cojones, tanto tardar. ¿Te crees que mi casa es un puto hotel? Búscate la vida, guarra, más que puerca. Tenerme a mí hasta estas horas despierto…¡¡Tendría que estrangularte en cuanto llegaras a casa!! Que te zurzan”. No me puso eso exactamente, pero yo sé que tras sus tres líneas cargadas de amor iba todo eso implícito.

Entonces, lo llamé, y le pedí perdón trescientas veces. Me entraron ganas hasta de quererlo de lo feliz que iba gracias a la cerveza.
Avanzamos un poco más y en un punto intermedio para ambas, nos dimos dos besos y cuatro abrazos, nos dijimos “te quiero” con mucha efusividad y nos despedimos hasta mañana, que había que descansar.

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