Sintió la extraña necesidad de dar un largo paseo aquella noche.
Quería fingir que los aviones eran estrellas fugaces y calmar sus ansias de derrochar deseos sobre el solitario cielo.
Perdida, confusa, preocupada. Dolida, rara, inquieta. Se sentía de muchas maneras, y no había cura ninguna para ello. Ningún medicamento, ninguna voz amiga. Nada. Salvo Ella misma que se decía que no pasaba nada, que todo iría bien y que había que guardar más calma y menos nervios dentro del pecho.
Le servía durante breves instantes, hasta que volvía a necesitar pasear y olvidarse de lo olvidable, de lo que ya vendrá y de lo que nunca llegó. Se asomaba a la ventana: ni estrellas ni aviones. Y sus deseos se ahogaban en su garganta, palabras agonizando por la opresión.
A ratos, lloraba. A veces, gritaba. Y el resto del tiempo lo malgastaba en risas estúpidas que no alcanzaba a comprender.
Pretendía ser fuerte, disimular. Verse a sí misma con el disfraz que se colocaría mañana para fingir adecuadamente su papel improvisado. Y es que pensando que era fuerte, terminaba creyéndoselo durante unas horas, o quién sabe si podía ser durante tres días escasos en su calendario.
Se miraba al espejo y se veía a sí misma con un alma robusta y una armadura irrompible.
Lo peor de todo era que en el fondo no le valía para combatir tanto mal, ni demasiado dolor que vendría por cada esquina si la situación se volvía a torcer.
Tenía conciencia de que sus viernes se transformarían en malas tardes de domingo y permanecía aterrada, con los ojos café puestos en la ventana, buscando algo o alguien a quien desear(le) ser más fuerte y menos débil, menos humana...Menos rota.
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