Pasaron cuarenta y ocho días. Más de aproximadas setecientas veinte horas y lejos de esos cuarenta y tres mil doscientos minutos que hay en todo mes.
Y ya no hay por dónde buscar, no hay por dónde encontrar(te).
Cuando las conversaciones se tornan insulsas y el frío amenaza con anestesiar las ideas, vislumbro tu frágil estructura. Juega la imagen a su antojo. La luz, ese vago reflejo, atraviesa mi córnea y sin permiso ninguno, se atreve a avanzar por mi humor acuoso y no queda contento hasta clavarse en mi pupila; todo, todo con el único y hasta cruel fin de inundar mi estúpida memoria de recuerdos que llegan a través del nervio óptico. Y en cuanto hacen aparición, deseo arrancarme los ojos, destrozar mi piel, matar boca y lengua, arañar mi nariz y, especialmente, masticar mis oídos. Para no escuchar. No, no sin tu voz.
Se me congelan los sentidos, los sentimientos se desbordan por cada poro. La razón asesina a todos y cada uno de ellos, con desmesurada frialdad.
Ella te echa de menos. Y Ella soy yo. Y yo lo detesto. Tanta sensación aniquilando sueños y azotando de forma descortés mi cabeza, zarandeando mi cuerpo con el soplo más suave de viento.
Me imagino dependiente emocional por breves instantes, hasta que analizo mi actual situación y me doy cuenta de cuánto bien creaste, y cuánto te falto por crear, cuántas promesas hiciste, y cómo las rompiste todas sin, espero sin mucha esperanza, quererlo. Cuánto chocaron tus sentimientos, tu sensibilidad, contra mi razón, esa manía de hallar explicaciones, en mil y un debates abiertos.
Cuánto me ayudó cada palabra, cada gesto. Tu simple compañía.
No negaré que a ratos largos me olvido de tu existencia, me meto en mi papel y realizo una actuación digna de alabanzas. Hasta que te da por aparecer, así, sin más y te cuelas en esas noches de sueño no conciliado. A ratos cortos te odio, o eso me estoy forzando a asimilar.
Que hay mucho que contar, no sé por dónde empezar. Aún no averiguo por qué capítulo de esta historia me quedé.
En cuestiones de confesar, diré que busco tu sustituto de palabras y a veces, lo encuentro. Pero no es suficiente. Dicha desdicha me está haciendo necesitar acudir a ver a aquella que años atrás cumplió tu función, y no lo quiero.
No.
Quiero tardes de jazz, de tartas y zumo, de fútbol y campeones, de narraciones del pasado, de miedos e inseguridad, de castillos que se derrumban y puntos de vista que se enfrentan, de tu risa y de la de otros, de la felicidad que aquel día te regalaron, de canciones y veranos, de ti y de mí, de ella y todo un resto más, de saber que regresarás…
Tal vez yo sea ahora ese Sabina que cantaba que tardó en olvidarla 19 días y 500 noches. Tal vez…y puede que lo peor fuera lograrlo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario