Bajo del autobús con cierta pesadumbre, permitiendo a mis pies que se arrastren por el suelo y le demuestren a mi acompañante mi desagrado al abandonar tan corto viaje.
Entre miles de lenguas ajenas, nos abrimos hueco y encontramos un lugar en el que esperar sin nadie que pueda destrozar la tranquilidad en la que nos encontramos, aparentemente, inmersas. Más ella que yo, que sigo buscando la única mirada que se clavó como una astilla en mi pupila.
Ya en espera, encuentro insulsa la conversación de mi interlocutora y me abandono a mi propio silencio durante unos instantes. Hasta que vuelve a aparecer y se me eriza el vello.
Avergonzada por dicha reacción, agacho la cabeza y distraigo mis pensamientos. Oigo los pasos de los transeúntes y me hallo incapaz de retirar la mirada. Se hacen sordos mis oídos a las palabras de quien me acompaña, e ignoro sin demasiada dificultad tanta verborrea.
Se sitúa unos metros por delante mía y se apoya sobre una pared, mientras sus dos acompañantes lo abandonan junto a un desgastado libro del que no llego bien a leer el título. Ni siquiera considero que esté en mi idioma. Y lo abre, y con poco interés comienza a leerlo y se mantiene absorto a los escasos minutos. Lo observo detenidamente, entre descaro y disimulo, y se acelera el corazón. Fijo la mirada en su tez clara y me llaman la atención sus andrajosas ropas; inspecciono con cuidado lo que puede haber detrás, me paro detenidamente a seguir la ruta de unos labios de los que sólo escapan suspiros.
Y me abandono a un nivel de excitación que aumenta progresivamente allí, entre viajeros que van y vienen y palabras que no alcanzo a entender, entre piernas blancas desnudas y miradas preocupadas, y una acompañante que no para de quejarse. Noto tenso el ambiente, más sólo por mi parte. No se percata de que una adolescente lo observa sin disimularlo. Aumenta el ritmo cardíaco, llego a creer que se escucharan los latidos a lo largo de toda la sala. Se funde la imaginación con el aire, considero por meros segundos la fidelidad ridícula ante un amor más que marchito.
Me percibe. O tal vez haya percibido mi imaginación. Sonríe. Y no me veo capaz de devolvérselo. Siento que escucha mi voz jadear, aunque no salga de mis labios. Aumenta la excitación, cada vez más, y sigo sin comprenderlo. Permanece imperturbable ante todo cambio que su simple imagen produce en mi cuerpo.
El vello continúa erizado. Éxtasis. Hormonas a flor de piel.
Y en el momento más extraño, llegan otros dos viajeros y se despide así, con una sonrisa. Con una mirada. Y un gesto simpático con la mano que a duras penas llego a descifrar.
A medida que se aleja, se va reduciendo la excitación. La imaginación deja paso a mi cordura absoluta y mis oídos vuelven a ser capaces de escuchar a mi compañera, que entre quejido y quejido me suelta un escueto “¡seguro que no me hacías caso porque estabas pensando cochinadas!”.
Verano del 2009, en Málaga. Qué calenturieta yo con dieciséis años, ¡hoygan!
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