A ver si es verdad, ahora puedo comprobarlo de nuevo, por si acaso las otras quince veces fueron mentiras bien improvisadas. Tumbado en la cama, con su indomable tos y su incansable fiebre luchando por quebrar su garganta. La congestión nasal le traía sopa de letras a la habitación, acompañadas de un zumo de naranja y tres besos en la mejilla mal dados. Cuando se acababan los besos, tosía hasta que los pulmones le gritaban que se detuviera o se terminarían escapando por la boca; entonces, regresaba con más amor de ese que te quita el miedo y la soledad. Incluso, a veces, le traía un tazón de leche bien caliente con galletas para eliminar con más eficacia esos sentimientos tan molestos.
-Gracias-susurraba entre tos y tos, que en ocasiones fingía de buena manera.
Terminaba y se hacía un ovillo entre las sábanas, ocultando hasta su nariz, rodeando con sus brazos sus costillas maltrechas.
Ella permanecía de piernas cruzadas, sentada sobre aquel viejo y sucio sillón, mirándolo sin parar. Unas tantas veces, hacía amagos de preguntarle por el estado de su cuerpo; otras tantas, hacia amagos de callarse, que le salían mucho mejor. Estaba enfadada y contenta, me atrevería a decir que preocupada y alegre; allí lo tenía a él de nuevo, con su tos y sus mocos, con su voz ronca y sus décimas de más, con sus ganas de cariño y de sopa acompañadas de zumo natural.
Eran dos tontos jugando a ser cobardes. Habían aprendido bien su papel, y cómo desempeñarlo en el inocente juego que ambos habían creado. Él enfermaba para que ella lo quisiera más y mejor, y ella aprovechaba esos momentos de vulnerabilidad para cuidarlo tal y como ella creía que era conveniente. Tal y como ella suponía que no se llegaría a aprovechar porque estaba demasiado débil como para intentar quebrarla en mil pedazos.
Tan idiotas y miedosos. Uno por el otro, el otro por el uno. Y ahí estaban, uno con miedo de ser querido y otra con miedo de querer.
Jamás se dieron cuenta de que no existía nada que temer, de que sus cuerpos estaban creados para crear puzzles entre ellos y realizar acrobacias de placer entre esas tres sábanas, de que si se hubieran atrevido a decir lo que había dentro podrían hacer alimentado algo sin necesidad de tos ni temperaturas altas ni sopas de letras.
-¿Qué te pasa? –le preguntó ella, con carita de pena, la primera vez de otras muchas.
-Me encuentro mal, tengo fiebre. Supongo que será un catarro.
-Ven, túmbate en la cama, te cuidaré-susurró en voz bajita, sin ocultar sus ganas de escapar por si terminaba saliendo algo mal.
Lo hizo bien. Demasiado bien. Se entregó como nunca lo había hecho. Tanto que él creyó necesario salir en diciembre a cazar catarros cada semana para ver si ella jugaba a ser enfermera.
Venía entonces con algo nuevo y con las mismas ganas de mimos de siempre. La miraba con timidez, por si le daba por soltarle un “no” y estamparle un “se acabó” en la narices. Pero las cosas no eran así. Ella lo metía en la cama, le tapaba el cuerpo entero, le daba dos abrazos y se marchaba para regresar con el menú diario y muchos, muchos paquetes de pañuelos. Las medicinas prefería olvidarlas, para hacer el momento más duradero. Él tampoco las necesitaba, decía. Normal, cómo las iba a necesitar, si tenía allí todo lo que él deseaba. Y ella tenía allí todo lo que estaba buscando y nunca sabía encontrar.
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