viernes, 31 de diciembre de 2010

"10" fue...[1]



Empezó un 1 de enero un poco desastroso. Día de resaca con migrañas, de cansancio con dudas, por eso de que el 31 hubo fiesta convertida para mí en un capítulo de “La familia crece” al acabar entre dos mejores amigos que decían que no tenían ojos para nadie más que para la idiota aquí presente. Palabrería, no hace falta decirlo.
Comenzó así el año, con un triángulo que a mí me importaba más bien poco y que para ellos se convirtió en una competición. 
Poco duró. Entre dudas y miles de “no, con él no, te va a hacer daño, ¡así que no seas tonta!” me decidí por el menos indicado (no podemos afirmar que el otro lo fuera más) y se inició una relación con un final más que anunciado.
Perdí la amistad de uno de los susodichos. Me dolió, pero lo justo y necesario como para despreocuparme del tema a los tres días. No se merecía más.


Relación donde ninguno se quiere.
Un mes duró la complicidad y el “estar bien”. Resumiremos esos cuatro meses en: discusiones, peleas, agravios; en mis defectos, ser insoportable ante sus ojos en variadas ocasiones, los “me gustaría que nos viéramos menos” seguidos de “me importas” con bastantes puntos suspensivos. Y, para qué engañarnos, mi desconocida sumisión y pasotismo aliñados con confianza forzada.
Metió la pasta hasta el fondo cuando se confesó culpable sin desearlo, cuando escribió con los dedos sus miedos y dejó al descubierto todas esas mentiras que yo ya conocía (y me empañaba en negar).
Se acabó. O tal vez no. Perdí el tiempo con una segunda oportunidad que finalizó con una carita empapada a finales de abril y, por tercera vez, el famoso “no eres lo suficientemente buena”. Sospecho que lo llegué a pensar hasta yo.
Llamada de Yenai que alivió la confusión. Al día siguiente, abrazos y besos cargados de palmaditas en la espalda y varios “te lo dije” que me sentaron peor que una puñalada.
Unas cuantas chocolatinas (esto fue para ponerme gorda y que no volviera a echarme novio, ¿verdad?) y llegué a casa mejor de lo esperado. 


Mis abriles nunca han sido para recordar…

El sábado de esa misma semana tuvo que suceder lo no previsto. Fiesta. Mejor amiga. Para cambiar la rutina. Violación seguida de mi sentimiento de culpabilidad correspondiente.
Historias para no dormir. Pesadilla infumable. Para evitar darle vueltas y tener fuerzas por las dos, me centré en eso que llaman duelo (sirviéndome para aprender acerca de mis errores y, con mucho acierto, madurar).
Mayo fue…el mes de los “¿cómo?” y los “¿por qué?”. Cuántas dudas. Todas disipadas en sus finales, cuando ella comprendió que tenía que seguir hacia delante y yo que algo vacío no me llenaba.
Nos hicimos fuertes todos; tuve mi fiesta de graduación, gran noche en grata compañía.


Verano de sentirse sola hasta cierto punto.

Elena, Paula, Noelia, Mayte…y Samantha, con sus ojos azules; y Yenai, con su inocente sonrisa.
España ganando el mundial, risas en casa de Samantha y las cosas viento en popa; convertimos el partido en una película porno (vale, eso fui yo sola…).
Todo bien, todo genial. Y llegó julio, y con él un tal 17.
Día que se preveía aburrido y soso para mí, carente de interés, hasta que el cloro de la piscina alejó de mí a mi prima “la lentillas de colorines” y me acercó a un tal Pablo, que aprendió junto a mí que el aceite no salta (sabios consejos del hoy, y del mañana). 


A partir de ahí, con algo de miedo por ambas partes, se emprendió lo que llaman “conocerse” sin que hubiera demasiado por conocer. Pasados parecidos, vidas similares, personalidades prácticamente idénticas.

De esa manera, me sorprendí a mí misma dejándome llevar y pensando menos. Falta hacía ya.



Y el resto...el resto lo contaré en la siguiente, para no asustar a nadie ni que Blogger me denuncie por escribir tochos infumables...Aunque sinceramente, esta entrada la escribo más para mí que para los demás.

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