Quise ser una superheroína, una de esas que son invencibles. A eso de los diez años ya tenía mi futuro más que decidido: superheroína con vocación de veterinaria y bióloga que salvaría el mundo, aunque no el que conocemos. Yo soñaba con rescatar animales, ser miembro de Greenpeace y unirme a ellos en su lucha contra la bestia más bestia: el ser humano.
Hasta que se juntó ahí, entre medias, la escritura y añadí al carro la profesión de escritora…y, de vez en cuando, me ilusionaba con ser profesora y guiar a mis alumnos por el buen camino. Alumnos traumatizados por algún tipo de maltrato, claro; yo no me junto con gente “normal”.
Hasta que llegó ese fatídico momento en el que te cuentan que dejas de ser niño y comienzas a ser adolescente, un prototipo a medio formar de adulto. Se quedaron atrás las metas de héroes invencibles: me propuse ser fuerte por mis propios medios. Me propuse ser vegetariana para, en un futuro, convertirme en vegana. Los animales eran sagrados y no debían sufrir ningún tipo de daño (insectos incluidos).
Me obsesioné tanto, tanto, tanto…que juro que estuve, no sé cuántos, unos meses procurando no comer carne o pescado (me costó más lo segundo que lo primero) y comencé a ser esa ecologista empedernida que siempre soñé ser: obligaba a todo aquel que se quedara a mi alrededor más de cinco minutos a reciclar, a no tirar papeles al suelo, a respetar el medio ambiente.
Creía, todavía, que podía salvar el mundo porque allá fuera había más personas como yo y menos como mi antónimo.
La realidad difería.
Entre real e inventado, sufrí bullying durante gran parte de la etapa escolar y, a eso de los doce años, encontré aquello que me motivaría a seguir adelante: la psicología.
No sólo importaban los animales, también las personas. Eso sí, sólo las que sufrían, el resto no merecían tanto o nada la pena.
Psicóloga clínica, orientadora educacional….qué más daba eso. Yo fantaseaba con la idea, lejana, de ayudar a gente en mi situación y enseñarles que allí fuera hay más mundo, algo de felicidad esperando. Fantaseaba con tratar personas con un pasado de esos que no te dejan ni respirar y corazón de roble.
La escritura continuaba presente en mi vida, pero ya no era una meta, si no una afición, un desahogo. Mataba con palabras, lloraba con palabras, sonreía con palabras.
Quince o dieciséis años, no puedo decirlo con total certeza, pero comencé a desear la psicología más para entenderme a mí que a los demás. Quería comprender lo que me había llevado camino de una tal Depresión Doble o lo que me hacía sufrir más mañanas que noches a una estúpida Ansiedad; necesitaba respuestas a mis temores, inseguridades, a esa baja autoestima que se escondía en el Inframundo.
Primero yo, luego los demás.
No obstante, me preocupaba más por resolver problemas ajenos que propios y encaminaba vidas que a mí ni me iban ni me venían y mientras, mi propio barco, navegaba solo sin rumbo ni capitán ni tripulación.
A los diecisiete, cuando la vida decidió ablandarse un poquito y ser menos mala, vi los objetivos claros: el ser una vegana principiante se había esfumado, más no el deseo de ser de Greenpeace…Sólo pude hacerme socia, aunque me bastó.
Encaminando aún ese desastre de camino que me había construido, formé un esquema mental: la escritura se quedaría como afición y la psicología como mi futura profesión, más por mí que por los demás, más por mi “defecto” de controlar y guiar vidas que por esa idea inicial de salvar, rescatar, liberar.
Cada fantasma que se desaprisione solo, que yo ya tenía los míos y no quería más.
Pero, quedando en mí algunos retazos de ese altruismo tan exagerado que me acompañaba a cada parte antes, me uní a Cruz Roja para hacer algo de provecho y me hice voluntaria.
Y latente seguía mi sueño, no nombrado, de vivir en otro país con otra lengua: tal que así que elegí a Alemania y a Japón, con sus Dortmund y Osaka respectivamente, como próximos hogares. A día de hoy, están tan lejos como esa profesión que me marqué.
Ahora, con diecinueve años, continúo siendo igual de idiota y de cabezota. La psicología y el país extranjero no se me van de la cabeza aunque Bolonia y la lotería nunca hayan estado de mi parte. Al igual que eso de hacer algo por los animales y esos que han tenido la mala suerte de tropezar con más de un capullo.
Muchas veces sigo pensando que estoy exactamente como a mis diez años, salvo que con las cosas un poquito más claras, menos pájaros en la cabeza y unos cuantos puntos de experiencia acumulados (he subido de nivel cuan personaje de videojuego).
Ah, y sin la idea ésa que me formé de que tener pareja nunca, never de never, jamás de los jamases…que los hombres dan mucho la lata. Ahora me permito tenerla, eso sí, siempre y cuando no me convierta en un saco de caracoles y me encierre en una jaula de celos y estupideces varias.
Eso fui, y esto soy.
Apenas diferencias.
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