Cuando era una niña perdonaba. Y si podía, olvidaba a medias. Guardaba las cosas dentro de mí y me liaba en una manta de llantos. No me expresaba, pero tampoco me callaba en mi interior: un revoltijo de sentimientos que me ahogaban.
Tenía otras preocupaciones, así que no era capaz de centrarme en una sola. Siempre me asfixiaba.
Ahora tengo veintiún años. No hay más preocupaciones salvo mi futuro y porvenir. Soy madura a mi manera y se me ha olvidado cómo perdonar. No me he vuelto rencorosa pero tampoco imbécil; no voy de samaritana por la vida (ni lo pretendo).
No cargaré con la culpabilidad ni con el peso de mi conciencia ocurra lo que ocurra en todos los años que siga viva y coleando, menos aún cargaré con perdones que no siento.
No voy a permitirme odiarme (asquearme) a mí misma porque tú, antaño, lo lograras con cualquier hecho o palabra. Ni compadecerte. ¿Ponerme en tu lugar?, ¡venga ya!
No. C'est fini. Ahora tengo veintiún años y sé, a mi manera, quién soy y qué, y a quiénes, quiero a mi lado.
Y sé que a ti no, nunca, jamás. La poca autoridad que tenías sobre mí se ha acabado.
Déjame cargar con la bella ligereza de no volver a incluirte en mi vida.
Vete a la mierda. Tú y tus mentiras.
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