lunes, 9 de julio de 2012

Gregor Samsa.


El año pasado, allá casi por principios de Julio, llegó Gregor Samsa (llamado así en honor a mi libro favorito, no porque sea una hortera). Era pequeño, juguetón y se dormía en cualquier parte.
No costó un duro. La jaula veinte euros junto al serrín. Desconocíamos su edad, pero el dueño de la tienda de animales aseguró que no tenía más allá de seis meses.

Hoy ha muerto. O yo me lo he encontrado en ese estado; tumbado, al lado de ese dichoso tubo en el que se metía, con los ojos medio cerrados. Estaba precioso. Y haciendo de sombrero, un moscardón de mirada roja y patas negras. Totalmente asqueroso, denigrante, acariciaba sus patitas delanteras una y otra vez como si estuviese planeando algo y, a pesar de mis gritos mezclados con lloriqueos de niña pequeña, no se iba. Se quedaba encima de su cabeza, quieto, planeando. Entonces, he zarandeado la jaula y ha salido deprisa, muy deprisa, tan deprisa que ni siquiera le ha dado tiempo a pensar dónde posarse. Se ha colocado en la pared tras revolotear breves instantes; mi zapatilla ha dado de lleno contra su cabeza y apostaría a decir que ha explotado.
Me he cargado un moscardón conscientemente, yo, que jamás mato insectos, que adoro a todo bicho viviente. Yo. Mas se lo merecía...¡ese dichoso insecto no se iba! ¡No dejaba en paz a mi pequeño Gregor, no hacía caso de mi llanto, no se iba, joder! Sólo planeaba con sus dichosas patitas negras, como si me estuviese susurrando desde su privilegiada posición: "Eh, tú, humana fea; ¿sabes? Yo sabía que él moriría, he planeado su muerte...¡voy a devorarlo!".

No podía consentirlo. Igual que el sábado no pude consentir que aquella estúpida hormiga atacara a la avispa que mi novio y yo salvamos de morir ahogada en la piscina.

Hoy por hoy, definitivamente, puedo asegurar que odio a las moscas.

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