[...]
Esta es mi lucha. Son mis fantasmas; esta pelea se gana con mis manos, con mis puños, con mis nudos en la garganta.
No puedo continuar sintiendo en las mismas arrugas de mi cara las mismas muecas que hacía cuando tenía diez años, la misma expresión que padecía cuando rozaba las páginas del diario.
Necesito que me duela la vida, sentir asco por ella y respeto por todas las demás que me rodean. Descubrir si sigo siendo esa niña que salvaba moscas de las hormigas o me he convertido en una más de la manada de insensibles que habitan ahí fuera; averiguar si pido que me quieran sin saber yo querer. Perdonarme o que me perdonen o las dos cosas.
A cada propósito, me decepciono; a cada éxito, abandono.
Por eso esta es mi lucha, no la nuestra.
Debo sacarlo de mí, afuera. Y salir yo con ello, a volar, lejos.
Si permanezco más tiempo aquí perderé, se me agotarán las ganas...
[...]
martes, 23 de abril de 2013
viernes, 19 de abril de 2013
Contar.
Imagínate que llega un día, allá por los treinta y pico (toca madera, ¡¡toca madera!!), en el que te da por tener hijos.
Como todo el mundo, vaya.
Uno, dos...para de contar. Depende de cómo se encuentre el mundo y de en qué zona geográfica del globo te encuentres. De con cuánto dinero cuentes y de con cuántas ganas de ser madre dispongas. De muchas cosas.
Y claro, un día, allá por los treinta y pico (que toquen madera, ¡¡que toquen madera!!), a tus hijos (o hijo, quién sabe si plural o singular a estas alturas de la película) les dará por tener hijos.
Uno, dos, tres...Yo en paternidades ajenas no entro.
En ese momento te conviertes en abuela. De esas que hacen natillas con galletas todos los sábados, que no van a misa, que visten con pantalones del Massimo Dutti y que pasa de tener canarios en el rellano de casa. Como sabrás, cuenta la leyenda que los nietos preguntan más que los hijos acerca del pasado y de la vida; total, los hijos, nos guste o no, viven en ese punto intermedio entre lo nuevo y lo viejo, lo suyo y lo tuyo, que les hace independientes de toda historia que a ti te concierne.
Y claro, un día, llegan tus nietos intranquilos del colegio a buscar su bollicao del futuro y como en la televisión hace años que dejaron de emitir dibujos animados porque "Gran Hermano 85", "Sálvame Versión Marte: Curiosity y el blanqueo de piezas mecánicas" y "Marbella Shore" son muchísimo más interesantes, tu nieto te preguntará acerca de ti.
Por aburrimiento, no te creas.
Unos ojos intranquilos, inocentes y una boca manchada de chocolate que te hacen cuestionarte cuál de todas tus historias es la mejor. Porque, llegada esa edad, espero que tengas un trillón de historias que contar.
Que no todo se quede en un: "Ay, mi niño. Yo es que me pasé más tiempo preocupada en gilipolleces que en vivir la vida" o en un "¿Historias? No tengo de eso, niño, aunque puedo contarte los Tweets tan graciosos que escribía tu abuelo por las mañanas..." o peor aún, en un "Niño, calla y come, que eres muy pesado."
¿No, verdad? Sería horrible. Tu nieto defraudado y tu hijo y la nuera sintiendo vergüenza ajena.
Con lo divertido que sería contarle que has recorrido Alemania desde su primera esquina hasta su último rincón y que el ramen más rico lo cocinan en una callejuela escondida en Enoshima. Que Roma es bonita pero muy cara...y que Portugal siempre se ha parecido demasiado a España como para impresionarte.
Contarle que, cada vez que ibas a Barcelona, la Sagrada Familia continuaba en obras y tu abuelo se disgustaba o que un día casi te ahogas en plena orilla de una playa gaditana.
Que una mujer adoptó a un perro de tres patas y lo enseñó a hacerse el muerto y os enviaba una y mil fotos para que supieseis en todo momento cómo estaba. Que los helados de Kinder Bueno merecen mucho respeto y que una mañana, sin ton ni son, te dio por animarte y apuntarte a ese grupo de gente que acude todos los años a Tordesillas para decirles a sus habitantes que se dejen de tanto toro de la vega e inventen otras tradiciones que no incluyan sangre y jadeos.
Que España estaba mu' mal, niño y la gente ni caso al principio, ni caso, pero luego con el tiempo decidieron quejarse más en la calle y menos en casa, salir más afuera y olvidar la picaresca; porque los políticos, quisiésemos o no verlo, eran un reflejo de toda la mierda que llevábamos dentro.
Imagínate, algo así.
Tendrías para un par de semanas y el niño terminaría aburrido hasta la médula de todas esas historias que tienes que contarle. Historias de verdad, que demuestran que has vivido, que no te has pasado todas las décadas que has decidido recorrer preocupada porque un día perdiste a alguien o porque te ha salido una estría en la pierna.
No sé, ay, niño, contar del verbo vivir, no del verbo desperdiciar el tiempo.
miércoles, 10 de abril de 2013
Camy.
A ver entonces si lo pillo.
Si me duele el estómago, me tomo un omeprazol. Si me duele la cabeza, un paracetamol. Y si ya tengo el día malo y decide dolerme una muela, un ibuprofeno, ¡que no se me hinche el moflete!
Pero, ¿y si me duele aquí dentro? Ese tipo de dolor característico de la soledad. Es decir, como cuando te duele el estómago pero no por comer tres trozos de tu pastel favorito, sino porque debía dolerte, porque ya era hora, porque te has pasado últimamente con la comida basura.
Ese tipo de dolor del que no te alegras, no sé si me entiendes. De ese que piensas: "Joder, no vuelvo a repetir. No va a volver a dolerme así." Hasta que caes de nuevo.
Es lo que tienen las ensaladas Manhattan del Mcdonald's y las patatas. Que juntos son una combinación catastrófica para el estómago. O también...o también...¡es lo que tienen todas esas horas despierta de noche con las lentillas puestas! Viendo series, o aguantando por aguantar. Y claro, te duermes con ellas sólo cinco minutos de nada y ya la cabeza te duele y los ojos se te hinchan.
O...esa dichosa muela que no estás dispuesta a presentarle a tu dentista. Porque te da miedo ese aparatito que, aunque no sabes cómo se llama, suena mucho y fatal y te da pánico.
Afortunadamente, todo se pasa. Una pastilla, un poquito de agua y a la cama.
¿Pero y si te duele aquí dentro? No valen pastillas, no vale un poquito de agua, no vale irse a la cama.
Ningún loquero va a venir a sanarme a estas alturas porque voy a impedírselo.
Me voy haciendo fuerte negando lo evidente. Hasta que un día me duele porque debía doler, porque ya era hora, porque me he pasado últimamente de racional.
Echo de menos. Ni siquiera sé a quién ni a qué. Pero echo de menos.
Momentos, voces, lugares.
Me siento (¿estoy?) sola. Sola de ese tipo de soledad que no se cura con un buen libro o pisando hojas secas. Soy como ese gato callejero que te encuentras un día atropellado en mitad de la carretera, con todas esas tripas y esa sangre fuera manchando el asfalto; y piensas "Qué triste, ¡pobrecito!" y sigues tu camino. Ni te paras. Lo miras, lo compadeces y adiós muy buenas.
Quédate agonizando, gatito bonito. Recordando por qué no debías cruzar la carretera. Qué eran todas esas luces amarillas y qué anunciaban.
Porque nadie se va a parar para ti.
Al final, el alguien ha resultado ser nadie. Yo tenía razón, Camy.
¿Lo he pillado entonces?
Si me duele el estómago, me tomo un omeprazol. Si me duele la cabeza, un paracetamol. Y si ya tengo el día malo y decide dolerme una muela, un ibuprofeno, ¡que no se me hinche el moflete!
Pero, ¿y si me duele aquí dentro? Ese tipo de dolor característico de la soledad. Es decir, como cuando te duele el estómago pero no por comer tres trozos de tu pastel favorito, sino porque debía dolerte, porque ya era hora, porque te has pasado últimamente con la comida basura.
Ese tipo de dolor del que no te alegras, no sé si me entiendes. De ese que piensas: "Joder, no vuelvo a repetir. No va a volver a dolerme así." Hasta que caes de nuevo.
Es lo que tienen las ensaladas Manhattan del Mcdonald's y las patatas. Que juntos son una combinación catastrófica para el estómago. O también...o también...¡es lo que tienen todas esas horas despierta de noche con las lentillas puestas! Viendo series, o aguantando por aguantar. Y claro, te duermes con ellas sólo cinco minutos de nada y ya la cabeza te duele y los ojos se te hinchan.
O...esa dichosa muela que no estás dispuesta a presentarle a tu dentista. Porque te da miedo ese aparatito que, aunque no sabes cómo se llama, suena mucho y fatal y te da pánico.
Afortunadamente, todo se pasa. Una pastilla, un poquito de agua y a la cama.
¿Pero y si te duele aquí dentro? No valen pastillas, no vale un poquito de agua, no vale irse a la cama.
Ningún loquero va a venir a sanarme a estas alturas porque voy a impedírselo.
Me voy haciendo fuerte negando lo evidente. Hasta que un día me duele porque debía doler, porque ya era hora, porque me he pasado últimamente de racional.
Echo de menos. Ni siquiera sé a quién ni a qué. Pero echo de menos.
Momentos, voces, lugares.
Me siento (¿estoy?) sola. Sola de ese tipo de soledad que no se cura con un buen libro o pisando hojas secas. Soy como ese gato callejero que te encuentras un día atropellado en mitad de la carretera, con todas esas tripas y esa sangre fuera manchando el asfalto; y piensas "Qué triste, ¡pobrecito!" y sigues tu camino. Ni te paras. Lo miras, lo compadeces y adiós muy buenas.
Quédate agonizando, gatito bonito. Recordando por qué no debías cruzar la carretera. Qué eran todas esas luces amarillas y qué anunciaban.
Porque nadie se va a parar para ti.
Al final, el alguien ha resultado ser nadie. Yo tenía razón, Camy.
¿Lo he pillado entonces?
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