Un rey por cada esquina.
Casi una hora de capítulo dispuesta a cargar lo más rápido posible. Subtítulos, afortunadamente, en un español aceptable. Las persianas bajadas, la luz del flexo alumbrando el rincón, un Kinder Bueno eliminando mis retazos de pena y unas cuantas galletas de acompañamiento.
Emoción, joder, emoción. Eso es lo que uno siente cuando espera durante un año la nueva temporada de Games of Thrones como una buena frikaza; la misma sensación que cuando en mi pre-adolescencia esperaba el estreno de la segunda (y tercera) película de El Señor de los Anillos.
Y no habrá sido el capítulo una obra maestra; breve introducción a los nuevos personajes, a la nueva historia, al nuevo comienzo al que todos se deben atener. Un Jon Snow que ha aprendido a cerrar la boca, una Daenerys por la que yo me hacía lesbiana, un Robb Stark al que le pediría matrimonio y un darme cuenta de que aún no sé cómo se llama su amigo ese de los granos o berrugas o lo que sea que tenga en la cara. ¿Quién es esa criaturica del Señor?
Tyrion magnifíco, y es que yo aquí y ahora le construía un templo y en él me lo tiraba sin contemplaciones. Cómo puede ese hombre actuar tan bien y cómo puede ese personaje ser tan sumamente carismático, ¡coño! Joffrey tan odioso como siempre, la madre subnormal perdida, el Matarreyes con barba está hasta decente (ha dejado de parecerse al churri de la Rapunzel de la película de Disney), Arya sigue siendo un niño y Sansa con tanta pena que da hasta me empieza a gustar.
Ha sido finalizar el episodio y buscar el avance del siguiente. Con mi impaciencia no sé cómo llegaré a aguantar, pero que vaya, pocas opciones tengo.
Tras esto, supongo que le doy el visto bueno. La última parte la mejor: la música, las escenas, la historia en sí, lo que estaba ocurriendo. Me ha puesto los pelos como escarpias (o a lo mejor ha sido la menstruación, aunque yo creo que no).
Por fin, ya sí que sí, Winter has come.
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