A pesar de que debo, me guste o no, levantarme de lunes a jueves a las seis y media de la mañana para llegar puntual a clase, nunca soy capaz. Los cinco minutos siempre son quince y al final, termino cruzando la puerta de entrada de mi Universidad diez, como mucho veinte, minutos después de los demás.
Esta vez ha sido diferente, porque no acudía a clase. Y no eran los nervios los que me han motivado a levantarme sin echarle un pulso al reloj, sino mi pelo con olor a humo de chimenea. Así que a las seis y media justas, mis pies han rozado el suelo dirección al cuarto de baño; una ducha de veinte minutos, un desayuno tranquilo, lentillas, me lavo los dientes, la chaqueta, el libro de la autoescuela, móvil, auriculares...La intranquilidad la guardo en un cajón, bajo llave, por si acaso decide aparecer (lo hará). Me voy y a las ocho y cinco estoy en el lugar fijado junto a un señor de unos cuarenta años de edad y, diez minutos después, también junto a una chica de edad similar a la mía.
Le doy un último repaso al libro. Me sé de memoria el nombre de las lecciones y qué lugar ocupan, qué número les pertenece y lo que hay dentro de cada una. Velocidad, alumbrado, carga, prioridad..."Puto coñazo." Las señales. "¿Ves? Sólo ciclomotores, nada de bicicletas. Que eres muy cabezona, Jessiconia", me repito ante cada posible error.
El encargado de llegar cinco minutos tarde en esta ocasión es el autobús correspondiente a mi autoescuela. Un azul chillón y unas letras grandes amarillas lo decoran; "es horrible, madre de Dios" le digo a la chica, que se me ha pegado como si yo fuese la que la salvará de su inseguridad.
Cuando entro me dirijo automáticamente hacia el primer asiento libre que veo: el segundo de la fila de la izquierda. Mala elección; justo detrás de una chica gorda, a mi parecer lesbiana (esto no es relevante), marimacho a tutiplén y fanática del Real Madrid y del PP; noto poco después que uno de sus hobbies favoritos debe de ser soltar pulmonías por esa boquita que Dios le ha dado. A ella y a la señora que hay a su lado (tercera vez que se presentaba) y al señor, ataviada su cabeza con el gorro más hortera de la tienda, que se encuentra sentado en el primer asiento de la fila derecha.
Para no escuchar, intento concentrarme en mis pensamientos, miro a la chica y al señor de cuarenta (ambos están cerca de mí), miro el flequillo de la muchacha que hay a mi lado (eso sí que era perfección), observo la carretera....
Sobra decir que no funciona. Y que yo soy un tanto delicada por naturaleza.
Mientras yo seguía en mi salsa, la gente en la sala de espera desesperaba. Eran las nueve y cinco y el examen debería haber comenzado ya. Unos se comían las uñas, otros hacían constantes movimientos con las manos, otros miraban por la ventana, unos pocos andaban de un lado a otro...
Hasta que llegó la hora. Cada uno íbamos siendo llamados por nuestro nombre DNI en mano y nos entregaban la hoja en la que pasaríamos a rellenar las respuestas de los tests; en la parte izquierda mi nombre escrito con una sola "s". Maldigo a tráfico, a mi DNI y a todo el mundo, vaya.
Más minutos se pierden en explicaciones y en entregas de tests, que en realizar la prueba. Una prueba de risa, como yo ya imaginaba, claro; no obstante, mientras uno de los funcionarios repartía el examen, mi cabeza comenzó a decirme que, seguramente, no lo haría bien y tendría cuatro o cincos fallos y que entonces qué. Mi cuerpo actuó en consecuencia: nervios. Y me comí las uñas. Y miré al de al lado. Entonces se me pasó hasta que volví a pensar lo mismo: "vas a suspender...hazte a la idea." Me hice a esa idea siempre por si acaso.
Un montón de idiotas allí, con chándal, con oro en todo el cuerpo y tatuajes en forma de corazón, y yo pensaba que todos eran mejores que yo. Una gorda imbécil y racista, un señor sin idea alguna de nada y una mujer casada que se estaba sacando el carnet por tercera vez porque se aburre en casa. Y ellos pensaban "aprobaré" y yo no. Con esto quiero decir que el día que me de dos hostias, el mundo lo aprobará.
Bendita seguridad, bendita confianza; andeandarán.
Leí las preguntas como jamás he leído algo. Una atención, una paciencia...Nada dejé en blanco; dudé en unas cuatro que luego confirmé como correctas. Repasé dos veces mis respuestas, leí y releí hasta estar totalmente segura de que era eso lo que debía ser contestado y, unos doce minutos después de empezar, supuse que ya era hora de irme. No sin antes tocar un poco las narices; así que, DNI en alto, se lo entregué a un agente para que me firmaran un precioso justificante del 2011 que ni falta me hacía, pero vaya, yo era la primera de la fila central, tenía a los funcionarios enfrente quejándose de la tal brillante idea de un tan Enrique y a mí, pues me hizo gracia ser la última que les hiciese trabajar.
Salí contenta. Hablé con la chica. Me monté en el bus y fui sumergida en mi mundo. Regresé a casa y me eché la siesta más larga de mi vida (una hora y media...) en recompensa.
Y ya Dios dirá mañana a las once y media si habré aprobado o suspendido y qué errores habré tenido y blablabla. El examen está hecho y yo, por ahora, aunque no me siento muy orgullosa de mi falta de seguridad y no paro de repetirme que dónde coño la perdí (necesito encontrarla, vaya), sí me siento orgullosa por haberme presentado dos semanas después de apuntarme. Coño, ¡si parezco una chica madura y responsable!
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