Uno de mis tantos defectos es que me encanta quejarme, por cualquier cosa, y a grito “pelaoh”. Da igual lo que sea. Pero las cosas que verdaderamente debería decir, contar, explicar, transmitir me las callo y me da por sufrir en silencio mientras los demás dejan tras de mí un rastro de “¿qué te pasa?”, “te noto triste, apagada, ¡tú estás mu rara!”, “¡cuéntamelo, que sé que te pasa algo!” y variantes similares.
Y, mientras todo esos pocos intentan sonsacar lo que quiera que haya en mi estúpida cabeza, yo cometo el estúpido error de crear distancias e inventar prisiones, construir castillos en el aire e imaginarme falsas evidencias. Me vuelvo introvertida, me cierro y acabo, dicho finamente, hasta los cojones de aquellos que nunca tuvieron culpa por no saber hablar.
Me alejo. Me apago. Me evaporo. Engaño.
Se quejan. Se acercan. Se preocupan. Preguntan.
Es una espiral, bastante negativa, en la que me envuelvo yo sola y en la que termino atrapando a los demás.
Para cuando me doy cuenta no es suficiente con rectificar, disculparse y hacer como si nada pasara.
No ha ocurrido nada importante en mi vida, nada excepcional, no ha aparecido ningún suceso digno de mención. Y es ahí donde podéis hallar el foco de mi problema. Cada día es igual, el mañana y el ayer no se distinguen del hoy.
Vivo entre mi yo y la soledad, lo cual no termina de ser malo si no fuera porque a veces estar sola es lo mismo que estar mal acompañada.
Vivo entre rutina, aburrimiento, monotonía. Sí, esa es la palabra: monotonía. La misma hora, la misma gente, el mismo lugar, el mismo tiempo libre para invertir en “hacerme la muerta”, la misma sensación de “no sé qué pinto aquí” todas las putas semanas. Porque mis semanas han pasado de ser semanas a ser putas.
Dicho así, no se reconoce un verdadero problema, ¿verdad? Digamos que no lo hay exactamente. Pongamos que lo que más reconcome eso que haya dentro de mí es que no sé encontrar la felicidad, o lo que cojones sea lo que tenemos que perseguir a toda costa para vivir permanentemente en los Mundos de Yupi.
Veo a mi alrededor y observo que mi vida y la de los demás no contienen diferencias entre sí. No obstante, ellos sonríen y actúan, sociabilizan, ríen y aparentemente sufren del mal de “ganas de vivir” y yo, aquí y ahora, me tiraría por un precipicio si no fuera porque tengo vértigo y sería incapaz de acercarme al borde. Veo que ellos son felices con amar a alguien, en el mayor de los casos, o simplemente con conseguir un propósito de entre varios y yo, aquí y ahora, podría tener un harén a mi disposición y cincuenta objetivos a alcanzar que seguiría queriendo ir hasta el precipicio de las narices y decirle adiós a este agobiante mundo.
Estoy abandonando a mis amigos. No quiero perderlos pero la sensación de angustia que me embarga en ocasiones en su compañía es sofocante. Y a duras penas me creo los gestos, las palabras, los actos de querer(me) que demuestran o comentan. Y me noto estorbo.
No consigo mantener el contacto ocular con mis padres ni hablar con ellos sin enfadarme. Suena estúpido, y es que lo es. Me siento culpable, e imbécil. Que luego me quejo de que las cosas van mal y yo sólo sé añadir leña al fuego.
Origino distancias con mi pareja. O al menos, estoy en camino. No es angustia lo que me atrapa cuando estoy con él, pero vivo tan metida en los errores que cometí ayer que me da miedo cometerlos otra vez y así no vivo, no le vivo. Pretendo proteger algo que no está bajo ataque.
No hago caso del “te quiero” ni del “me importas” de ninguna boca.
No muestro interés en los “tengo ganas de verte”, “todo se solucionará, es normal estar así”, “cuenta conmigo para lo que sea”.
No actúo. Me cierro en banda. Me dejo llevar, con el único inconveniente de que ya no puedo echarle las culpas de esta apatía a mi “monstruación” mutante.
Que si se me lee, tranquilidad. No me preguntes qué pasa o qué deja de pasar. No sé explicarme cara a cara, todo esto es estúpido e irracional, necesito algo nuevo y escapar y no sé cómo. Se resume la situación en estar hasta los ovarios de que me traten como una cría y de vivir en algo parecido a una cárcel, de no tener claros mis objetivos y de ser tan inconformista con según qué cosas.
No me sobra nadie en mi vida, no de esas personas a las que escogí. Dios quisiera que a mí me valiera con quererlas y que me quisieran y a vivir la vida loca, pero no.
¡Tranquilidad!, digo de nuevo. Esto no es un simple desahogo, es un aviso de que me fugaré (Dios podría querer también que fuera Barcelona, que no iba a pasar absolutamente nada…) y a la vuelta seré como antes.
Léase todo con cierto tono de ironía y sarcasmo, que se sobreentienda también que no voy muriéndome por los rincones…