miércoles, 18 de enero de 2012

Añoranza.




Echo de menos la inocencia, los sueños y las risas porque "¡Bönker se ha vuelto loco, está dando vueltas alrededor de la maceta de la cocina!". Mi mochila con ruedas, mis peluches y mis ilusiones como futura cazadora Pokémon. El olor a paella adornando cualquier domingo y las matemáticas de Santillana y mi cara de asco. Aquellos días jugando a ser animales, yo una perra y ellos caballo y tigre. Esos dibujos sobre Dakota y sus ladridos. La mirada de Diva. El cariño de ambas. Mi dulzura, mi forma de despedirme de todo ser inerte con besos y abrazos. Que se cogieran de la mano, y entonces es cuando lloro...Echo de menos la confianza en mí misma, esa inteligencia ejemplar. Leerme un tema dos veces y memorizarlo, que se enorgullezcan de mí. No saber mentir y mis botas treinta tallas más grandes. A Camy, mi diario. Y a las orejas caídas de Rama. Cuando volvía riendo del colegio, y entonces es cuando lloro...Echo de menos jugar en la nave, recoger dientes de león. El periódico y las revistas, mis colecciones absurdas. Esos días de verano en Málaga. Y seguramente también saltar en los charcos. Los grillos. Mi primera planta y la obsesión por los cactus. La felicidad por nada. El no preocuparme de si me aceptaba o no a mí misma, y entonces es cuando lloro...Echo de menos confundir las horas en el reloj, esas tardes de series interminables. Que el tiempo no existiese y que mi padre me dejase ver El Rey León una y otra vez. Los cachorros, claro. Mis canarios, los periquitos, el colorín. Que me dijesen guapa y contestar con un "¡ya lo sé!". El querer ser modelo. Y mi karaoke. Las estrellas en el cielo de verano. Los cines abarrotados y sentirme alemana, hablar alemán, entender alemán. Los cuentos antes de ir a dormir. Cuando mi memoria no se transformaba en rencor, y es entonces cuando lloro...
Pero no echo de menos el piso, ni las voces de los vecinos. Menos aún mis heridas en las rodillas o la inseguridad constante. Ni el sentirme sola y llorar por ello, a escondidas, mientras escribía en un diario. Tampoco echo de menos los empujones, ni las burlas; esos malos tragos en el colegio. Que supiese con total exactitud que los "ya volverá" significaban que el perro había muerto, que la madre de Natán lo había abandonado o, mucho peor todavía, que ese imbécil vestido de traje regresaría para amenazar otra vez a mi abuela. Ni siquiera echo en falta mi primera amistad ni esa tendencia que tenía a no defenderme. Los celos por pensar que mi padre los prefería a ellos antes que a mí. La respuesta de mi madre ante mi estúpida pregunta. El miedo a la oscuridad, al colegio, a lo que debería llegar y a lo que el tiempo terminaría significando.

No obstante, lo que sí eché y continúo echando de menos es a mí. Pero a mí misma, a esa imbécil que está en la fotografía tumbada en un sillón. Porque demostró valer la pena, ser un diente de león imposible de desdentar. 

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