lunes, 22 de agosto de 2011

Obsesión por ella.



Si pudiera recuperar el tiempo perdido…

Ella quería ser modelo. Quería ser cantante, actriz; buscaba destacar. Atrás, muy atrás quedaron aquellos años en los que, karaoke en mano y ropa ostentosa en cuerpo, salía a la noche veraniega a interpretar mi papel de estrella del pop mientras mi público, ensimismado, aplaudía y me animaba a continuar.
Y es que aunque mi público se reducía a mi querida abuela, a mis tías, a mis primos mayores y, alguna que otra vez, hasta a mi padre, yo cantaba con todas mis fuerzas el “Corazón Salvaje” de una tal Marcela o el “Toda” de Malú. Me paseaba delante de todo el mundo con mirada desafiante y cara de luchadora, de vencedora, con la cara del éxito.

Quería ser modelo, cantante, actriz. Buscaba destacar. Pero qué niño no anhela resaltar por encima del mundo.
Quería salvar a los demás, animales por delante de nadie y erradicar el hambre. Una lástima que me olvidara de que también debía salvarme a mí.

Si pudiera recuperar el tiempo perdido, empezaría por erradicar de mi pasado lo que describiré como autofobia y lo que una persona importante para mí, denominó de forma exagerada dismorfofobia. Haría desaparecer con un chasquido de dedos mi miedo a la fealdad; pero a la mía, no a la de otros.

Qué cosa tan estúpida. Parece tan absurdo al recordarlo y sin embargo, duró tanto.
Más de lo que imaginaba.
Lo escribí en mi diario, ese al que llamé Camy para tener algún nombre que poder pronunciar entre tanta soledad y hastío. Con siete años comenzó la niña a no querer ser actriz ni cantante ni modelo; con once se tapó y con trece se odió. Y más, y más, y más, y más. 


Como si la belleza de una persona la hiciese más digna de vivir, yo me encerré en mi caparazón y oculté mi figura bajo ropas anchas y mi cara tras un largo flequillo. Y mi autoestima la enterré en el suelo, de paso; supongo que me molestaba para llevar a cabo mi labor de hundirme.

Ella ya no quería ser nada. Se conformaba con ser bonita.
“¡Qué estupidez!”, ahora me río. Antaño no. Todo lo contrario. No obstante, me gustaba ser fea porque encontré en mis múltiples defectos una razón por la que no me aceptaban ni fuera ni dentro de casa. Una razón por la que no me querían, un motivo por el que odiarme a mí misma sin que pudiera echármelo en cara esa tenue vocecita que habitaba en mi cabeza y me instaba a dejarme de tonterías.

Me odié. Engordé. Me odié. Adelgacé. Me odié. Me di asco.
Me odié. Oculté mi cara. Me odié. Escondí mis ojos. Me odié. Me di asco.
Me odié. Mucho. No quise fotos y si las había, las eliminaba. No quería pruebas, no quería espejos, nada que me estampara en la cara mi obsesión.
Porque era una obsesión; la más absurda.

Sirvió semejante miedo para expiar las culpas de aquellos que se dedicaban a hacerme la vida bastante más difícil de lo que ya era de por sí, para no quejarme si en casa las cosas no iban como debían ser o si el que se suponía debía aceptarme tal y como soy se pasaba de castaño a oscuro con mentiras y engaños.
Todo un chollo. Un “hazme lo que quieras, soy tan asquerosa y fea que me lo merezco; venga, ven, hazme la vida imposible, todo lo que tú dices es cierto, soy un monstruo.”
Y el resto le daba la razón a la ya no tan niña. 


El mundo decidía sobre ella y se convertía en su voz interior.
Se contaminó de embustes y falacias, de (auto)traición. Y la autoestima desapareció…

Sé que no todo se debió solamente a esa “dismorfofobia” que la niña padecía, que lo suyo era falta de afecto porque estaban en el hogar escasos de él y angustia sobre angustia, ansiedad sobre ansiedad, odio de otros que ella aceptó y convirtió también en propio.
Que eran demasiadas cosas a pesar de que durante mucho tiempo se centró especialmente en su razón particular. Esa que, de una u otra forma, la hacía feliz porque encontró una respuesta a sus tantas preguntas escritas y lloradas.

Si pudiera…si pudiera recuperar el tiempo perdido, ir atrás y verla, decirle que no malgaste así la infancia ni la adolescencia, que no mate así su amor propio…
Si pudiera…si pudiera recuperar el tiempo perdido, sería feliz pasase lo que pasase, se acabarían las pisadas, dejaría olvidado mi temor a mí misma. Que todo ese remolino de emociones negativas no era nada más y nada menos que un miedo a aceptar una realidad inexistente: que no merecía ser ni estar; ni que me perteneciera el verbo “querer”.

No hay comentarios: