domingo, 3 de noviembre de 2013

Hogar.

Desde que duermo en su habitación, con él, en su misma cama, no noto que éste sea mi hogar. Mi casa, sí, no mi hogar. Tampoco lo es su casa, obviamente.
Todo buen psicólogo que se precie, que escasean, percibe la notoria diferencia entre "hogar" y "casa." Una casa es un techo, un hogar tu lugar. Puede ser el parque donde vas a leer o el estanco donde compras el pan, qué más dará; puede ser Londres o puede ser la sala de estar. Es algo tuyo, intangible, con unos muros, visibles o no, que te protegen, te dan sustento.

Es tu comodidad, tu protección. Un día tuve un hogar y era mi casa, mi habitación. Porque, en cierto modo, era mía.
Ya no. No por no pasar las noches aquí, no porque la decoración no sea muy de mi gusto (aunque soy minimalista, no tanto), si no por la incomodidad de vivir en una perpetua mentira.

No obstante, me considero inteligente emocionalmente. Porque creo firmemente en la separación de diferentes inteligencias y no todas ellas se corresponden únicamente con saber leer, sumar, redactar perfectos ensayos y resolver elaboradas ecuaciones, como quien dice. Por esa regla de tres, el asperger (¿existe el asperger realmente?) perfeccionista es un inteligente sabiondo en todos los ámbitos de su vida. Lástima que el asperger no entienda de sarcasmos o de empatía y eso lo convierta en un gilipollas emocional.

Divertido. De ser así, el planeta está poblado de asperger.



Mi viejo teclado se ha estropeado porque el receptor ya no funciona. Tenía que pasar tarde o temprano y yo no me adapto bien a los cambios por nimios que sean. Me gustaba ese teclado, aprendí mecanografía con él y echo de menos sus teclas gastadas.

Por eso ayer me trajo un teclado nuevo, con otro receptor completamente distinto. Éste, con el que escribo estas líneas, con el que escribiré mis párrafos, es más pequeño, más fino, más delgado.
Le acompañaron unas zapatillas y unos pantalones de chándal, que falta hacían. Nunca digo "gracias" si se trata de mi padre porque me acostumbré a no darlas y no considero un cambio ahora.
Lo que sí cambió en mí es que la compra me hizo sentir terriblemente mal y pensé para mis adentros que ese teclado nuevo, con sus teclas brillantes, no debería estar aquí.

Porque no me lo merezco por estar callada.

Sé que no me queda alternativa ahora y sé de sobra que no alimentar el sentimiento es relativamente fácil. En cuestiones mentales y/o emocionales es determinante saber marcarse límites y seguirlos, aunque a la gran mayoría se le crucen los cables en la cabeza y los nudos en la garganta a la hora de llevarlo a cabo.
Un libro, una serie, una película, una canción, un rayo de sol, el perro a tu lado...cualquier cosa para evadirse y pensar en cualquier estupidez. Es fácil, sólo hay que intentarlo para lograrlo.

Pero no deseo lograrlo. Quiero que me marque cada día un poquito más. Sé que esto marcará mi vida, alguna faceta de ella, que algún día se me escapará por los poros.
Porque la odio y me ha robado mi hogar. Porque odio las mentiras. Porque la comodidad no existe entre vaivenes.

A regañadientes convierto mi habitación en mi guarida y me escondo, oculto la cabeza como las avestruces lo hacen en la tierra en esos viejos mitos que la gente cuenta por ahí.
Porque no queda otro remedio y me tengo que callar. Silencio.

Lo siento, papá. El día que, de una manera u otra, podamos ser...puedas ser libre y yo pueda hablar, otro gallo cantará.
Te lo prometo.
Te quiera más o menos, mis principios se expanden hasta a ti y sé que éste sí debería ser tu hogar, no el suyo.

Se verá sola, tal y como tú estás, el día que menos se lo espere. Te lo prometo, papá.

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