miércoles, 10 de abril de 2013

Camy.

A ver entonces si lo pillo.

Si me duele el estómago, me tomo un omeprazol. Si me duele la cabeza, un paracetamol. Y si ya tengo el día malo y decide dolerme una muela, un ibuprofeno, ¡que no se me hinche el moflete!

Pero, ¿y si me duele aquí dentro? Ese tipo de dolor característico de la soledad. Es decir, como cuando te duele el estómago pero no por comer tres trozos de tu pastel favorito, sino porque debía dolerte, porque ya era hora, porque te has pasado últimamente con la comida basura.
Ese tipo de dolor del que no te alegras, no sé si me entiendes. De ese que piensas: "Joder, no vuelvo a repetir. No va a volver a dolerme así." Hasta que caes de nuevo.

Es lo que tienen las ensaladas Manhattan del Mcdonald's y las patatas. Que juntos son una combinación catastrófica para el estómago. O también...o también...¡es lo que tienen todas esas horas despierta de noche con las lentillas puestas! Viendo series, o aguantando por aguantar. Y claro, te duermes con ellas sólo cinco minutos de nada y ya la cabeza te duele y los ojos se te hinchan.
O...esa dichosa muela que no estás dispuesta a presentarle a tu dentista. Porque te da miedo ese aparatito que, aunque no sabes cómo se llama, suena mucho y fatal y te da pánico.

Afortunadamente, todo se pasa. Una pastilla, un poquito de agua y a la cama.
¿Pero y si te duele aquí dentro? No valen pastillas, no vale un poquito de agua, no vale irse a la cama.
Ningún loquero va a venir a sanarme a estas alturas porque voy a impedírselo.

Me voy haciendo fuerte negando lo evidente. Hasta que un día me duele porque debía doler, porque ya era hora, porque me he pasado últimamente de racional.

Echo de menos. Ni siquiera sé a quién ni a qué. Pero echo de menos.
Momentos, voces, lugares.
Me siento (¿estoy?) sola. Sola de ese tipo de soledad que no se cura con un buen libro o pisando hojas secas. Soy como ese gato callejero que te encuentras un día atropellado en mitad de la carretera, con todas esas tripas y esa sangre fuera manchando el asfalto; y piensas "Qué triste, ¡pobrecito!" y sigues tu camino. Ni te paras. Lo miras, lo compadeces y adiós muy buenas.
Quédate agonizando, gatito bonito. Recordando por qué no debías cruzar la carretera. Qué eran todas esas luces amarillas y qué anunciaban.
Porque nadie se va a parar para ti.

Al final, el alguien ha resultado ser nadie. Yo tenía razón, Camy.

¿Lo he pillado entonces?

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