viernes, 29 de marzo de 2013

Roar.


Me propuse no volver a escribir bajo los efectos de la tristeza, de la pre-menstruación (que viene a ser lo mismo que lo primero) o del enfado básicamente porque ya no deseo hacerme daño a mí misma. No si soy plenamente consciente y estoy a tiempo de detenerme.
Hoy voy a destrozar mi premisa. Me he metido de lleno en la boca del lobo.

No sé qué andaba buscando; si señales inequívocas de que aquello no sucedió tal y como yo lo recordaba o si en realidad, lo que deseaba encontrar era mi dignidad intacta. Aquella que aquel día, aquel mes, aquel año...durante tantas horas destruí. Que dejé que destruyeras. Quizás, aquí, entre las paredes de mi habitación, tan vacías y solitarias, pensaba que sería capaz de darme cuenta de que un día me confundí y de que el velo negro que me puse en los ojos en realidad era blanco y de que me quise hacer ciega sin verdaderamente serlo (lo más patético: por propia iniciativa).
Lástima que no...que el muro, el velo negro, la ceguera, todo aquello existió. Y a veces, si lo recuerdo y me decido a olvidar (¡mal, mal, mal!, el olvido es amnesia, ¡es fácil!) me duele y me resquebraja el corazón.
Se me hace un nudo en la garganta. No lloro y el nudo se queda ahí, pero no lloro porque yo ya hace tiempo que asumí mi error, la culpa que cargué. Mi patetismo. Llorar no me sana.

Tal vez deba agradecer todos aquellos días en los que abandoné mi dignidad a ras del suelo. Porque entiendo, empatizo, quiero mejor. De verdad. Y si me pongo en la piel del verdugo coincido plenamente en su rencor; debía soltar la mierda, la soltó contra mí. A fin de cuentas, ¿no era yo una desconocida? ¿No era yo un cuerpo nuevo con una mente nueva que ni siquiera terminaban de encajar en su mundo? Tan pequeña, tan frágil, tan tonta e insegura. No podíamos competir y yo me negaba a verlo...hasta hoy. Hasta ayer y antes de ayer y pasado mañana.
Y a pesar de todo, no me voy a disculpar porque hasta a callarme el perdón he aprendido.
Bastante tuve con mi rabia interna, con mi autoestima minada, con mis temores diarios...como para andar reprochándome que no fui capaz de vislumbrar que yo era una intrusa en un mundo con unas normas, una rutina y unos dolores más que establecidos.
Por eso no podíamos competir. Yo perdería sí o sí; el terreno ya fue ganado aunque lo desaprovecharan para finalmente cedérselo al hastío.

Se me partió el alma mil veces y perdí el corazón por el camino otras tantas. Fue muy triste. Pude abandonar y jamás quise; será que soy tan necia que ni siquiera sé cuándo huir.
Mas no me arrepiento. Que te aseguro que ahora soy mejor; de perro pachón a lobezno fiel. O, ¡qué demonios!, fiel chacal o una mezcla entre los tres.
He aprendido a relativizar, no lo cambio por nada. Me pienso más fuerte aunque a ratos más triste porque si la tristeza me ataca lo hace el triple de fuerte.

Tengo muchas cosas en la cabeza, puedo asegurarlo; lo que convierte en un hecho gracioso que haya decidido que me devore el lobo sin ton ni son y me haya permitido exprimir la amargura como si fuera una naranja. Como si necesitase sacarlo de mí de una vez (estas cosas llevan su tiempo).
Intenté echarlo a patadas y jamás dio resultado y hoy, mira por dónde, hoy así porque sí, va y se exprime y dice que desaparece. No para siempre (eso es imposible), sí para un buen rato. Me deja sin felicidad y sin carga.
Sin libertad.
Pero también con la dignidad completamente recuperada.

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