viernes, 8 de julio de 2011

Naranja y Negro.



Cuánto odia Ella ser dependiente…

Cada mañana se dedica a odiar un poquito más los cielos naranjas. Esos del atardecer. Y el que viene después, con incontables luces.
No sabe por qué, la hacen sentir viva y vacía a la vez. La culpa es de Ella misma, eso sí; porque últimamente se siente sola y mira al cielo. Porque cuando no puede dormir, mira al cielo. Y así constantemente. Hasta que el naranja y el negro han cobrado el sentido de “sin compañía y sin sueño”, respectivamente.

Le falta algo. No sabe el qué.
“Ellas”, se dice. “¿Él?”, se pregunta.

Lo gracioso del asunto es que no se han ido ninguno, al menos no del todo. Como mucho sólo una parte. Y con esa parte, se han llevado un pedazo de Ella, de su frágil estructura. Lo suficiente como para echar de menos y dejar al descubierto ese vacío que siempre esconde bajo música, bajo voces, bajo el sonido de la radio, bajo la televisión, bajo…bajo lo que sea que la haga sentir como si hubiera alguien ahí, a su lado. Que no sean las paredes las únicas que le hacen compañía.
Se ha vuelto dependiente. Más y más. ¡Y cuánto odia Ella ser dependiente!

Tal vez sea por eso por lo que trata de alejarse con tierra de por medio, confiando ciegamente en que un poco de distancia devolverá los pies a su desequilibrado mundo. Como si de esa forma, por arte de magia, los cielos fueran a desaparecer. Como si por esa razón, dejarán de ser suyos para pasar a ser de “quien los quiera”. Como si…

En el fondo sabe que no. Y le duele.
Porque en el fondo sigue queriendo asomarse a la ventana cada día para estar un poco más cerca de Ellas, de Él.

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